Willy Vlautin Is to Blame

Esta vez, si me preguntas por qué, sí voy a saber contestarte.
Bajaba por la Diagonal y venía escuchando a un grupo que se llama Big Talk. Leí algo sobre ellos; alguno de sus miembros es miembro de otro grupo conocido, pero no recuerdo quién.
Parecía caminar sin rumbo, pero estaba buscando algo y lo encontré: a pocos metros, aún lejos, aparecieron las ocho puntas de la Sagrada Familia. Una mañana tímidamente soleada en Barcelona y, a pocos metros de la obra inacabada de Gaudí, me detuve en un paso de peatones. Tenía que cambiar de música. Después de muchos años de espera, no quería volver a ver la Sagrada Familia escuchando a Big Talk. Sabía lo que quería escuchar.
Así que busqué hasta que encontré el nombre de Richmond Fontaine y pinché una canción cualquiera. Había cruzado la calle y ya estaba en frente de la fachada principal.
Turistas.
Tráfico.
Metí las manos en los bolsillos como si quisiera pasar desapercibido.
Ahora, pregúntame por qué.
Y te reirás.
Pero la noche anterior me quedé dormido releyendo el primer libro de Willy Vlautin. Y no es la primera vez.
¿Me preguntas por qué? Te respondo:
Quería que Jerry Lee y Frank pudieran visitar la Sagrada Familia y Barcelona.
Sé que suena estúpido, pero esto te sonará aún más ridículo.
Di la vuelta a la manzana mirando hacia arriba. Ajeno, quizás; como si yo no tuviera lugar entre aquellas corrientes de turistas japoneses. Volví a detenerme frente a la fachada de atrás y me tomé mi tiempo, buscando huecos entre los detalles, acariciando la piedra con mi mirada, fijándome en cosas que no tienen nada que ver con el arte, ni tan siquiera con la realidad; pensando que no era yo quien miraba o que, si era yo, no era yo solo. Alguien me acompañaba, y ya sabes quién: Frank a mi derecha, Jerry Lee a la izquierda. En silencio, mirando hacia arriba como yo, como si todo esto fuera cierto.
Jerry Lee se sentó en el suelo, a pocos metros de un quiosco que olía a café recién hecho. Sacó un cuaderno de su bolsa y empezó a dibujar.
Frank se mantuvo a mi lado, pero me fijé en que se fijaba en lo que yo me estaba fijando: en la gente.
Se fijaba en el conductor de autobús con una espesa barba blanca y sé que se imaginaba una historia para él: le gustaba coleccionar piedras del río, de todos los ríos que cruzaba, hasta de los arroyos turbios que bordeaban los centros comerciales del extrarradio. Luego las apilaba en el balcón de su casa. Estaba construyendo un muro y Gusti, su mujer, se enfadaba con él. Pero llevaban demasiado tiempo juntos como para que mereciera la pena.
Se fijaba en la turista japonesa extraviada. Se había apartado del grupo para sacar una foto cualquiera que luego nunca revelaría. Ahora, miraba a izquierda y derecha, buscando a sus compañeros, pero no parecía asustada. Casi podía decirse que le gustaba. Frank también tenía una historia para ella: aún no se lo había dicho a su madre, pero había abandonado la universidad. Aquel chico de la mirada triste que la esperó tres veces en la parada del autobús no había vuelto a aparecer. Recordó cómo su padre desayunó en silencio cada una de las mañanas de su vida, y entonces lo decidió. No volvería de aquel viaje por Europa, pero no había sido capaz de decírselo a su madre. Aquella foto era para ella.
Se fijó en la chica menuda que paseaba al perro en el parque. Sabía que no miraba hacia arriba, porque había visto aquellas ocho puntas tantas veces que ya no significaban nada para ella. Miraba al suelo, atenta a si Ràpid, su perro, decidía que había encontrado un buen sitio para hacer sus necesidades. Frank pensaba que estaba sola y triste, pero yo no estaba de acuerdo: le decía que Ràpid y ella hacían buena pareja.
Después nos fijamos en el peón que se descolgaba con el arnés por la fachada. Tenía un cubo colgando en el vacío, junto a él, pero no parecía acabar de encontrar el equilibrio. Según Frank se llamaba Frank y tenía treinta y cinco años. Había nacido en Lockwood, Nevada, pero hacía ya diez años que vivía en Barcelona. Viajó por primera vez para hacer un máster en grafología, se enamoró de una chica catalana de nombre Esmeralda, y Frank repitió el nombre porque le gustaba, Esmeralda, y se casaron a los pocos meses. Tenían tres hijos, dos gemelos y una niña a la que le encantaba el fútbol. Todos los domingos bajaban al bar de la esquina para ver juntos el partido del Barcelona. Le dije a Frank que a Frank le gustaba su trabajo, que creía que, por las noches, podía hablar con el mismísimo Gaudí y que éste le explicaba cómo debía cuidar las piedras de la fachada.
Jerry Lee ya había terminado su dibujo. Nos lo enseñó. La Sagrada Familia ardía en llamas. Junto al pórtico ondulado, una mujer desnuda, de largos cabellos rizados, intentaba escalar para alcanzar a la virgen de piedra y rescatarla.
- ¿Es Marge?
Le pregunté.
Jerry Lee asintió.
- ¿Con el pelo rizado?
Frank frunció el ceño de manera graciosa al preguntarlo.
- Es por la humedad.
Después, Jerry Lee le pidió a Frank que contara una historia, mientras sacaba unas cervezas de su bolsa y se disculpaba por si estaban calientes antes de ofrecernos una a cada uno.
Frank estaba de buen humor. Aquella iglesia le daba un poco igual, pero, en un día soleado, se había despertado tarde y había desayunado pan con jamón y tomate y un vaso de vino tinto. No tenía ninguna prisa por volver al libro. Sonrió y empezó a contar una historia que, dijo, aún no tenía título.
Gaudí, empezó a contar, no era del planeta Tierra. Había sido capaz de engañar a todo el mundo, pero si lo piensas bien, y me miró a mí, no era difícil imaginarlo. Nadie lo sabía pero, el 19 de Junio de 2016, ya estaba programado, aquel inmenso edificio de piedra se transformaría en una nave nodriza y las cuatro puntas de la fachada principal se retorcerían, igual que se retorcerían, al mismo tiempo, las cuatro puntas de la fachada de atrás, para convertirse en ocho anclajes amortiguados que levantarían la base de la catedral del suelo; de la base, a unos pocos metros del suelo, surgirían dos motores de propulsión que hasta entonces habían estado ocultos bajo el altar. Un enorme haz de luz nacería del árbol que decoraba el centro de la fachada más antigua y apuntaría hacia un infinito en el que, según Frank, se encontraba Gaudipiter, el verdadero planeta natal de Gaudí. Entonces, Esmeralda le confesaría la verdad a Frank, el albañil, que aún estaría con la boca abierta viendo como sus amadas piedras se convertían en un fuselaje marciano. Poniéndole la mano sobre el hombro, Esmeralda le contaría que él había sido elegido para navegar aquella nave. Además, tendría que elegir a 101 mujeres fértiles, entre ellas Esmeralda, porque el plantea Gaudipiter languidecía desde que todos los miembros con funcionalidad reproductiva habían fallecido durante una epidemia de origen desconocido. Cuando aún era niña, Esmeralda le explicaría a Frank, su padre la trajo a la Sagrada Familia a pasar una mañana de domingo. No era la primera vez y a Esmeralda no le había sorprendido. Su padre, tras el fallecimiento de su madre durante el parto, siempre había sido un hombre taciturno que parecía despertar las mañanas soleadas de domingo y aquel era su rincón preferido de Barcelona. Compraron unos helados y pasearon alrededor de la iglesia, mientras su padre le contaba historias llenas de nombres que no entendía pero intentaba memorizar. Aquella mañana, sin embargo, estaba más extraño que nunca. Entraron dentro, cosa que normalmente nunca hacían y el padre le agarró fuerte de la mano. Le susurró que esperara allí, junto a la puerta y él se perdió entre las sombras hasta que Esmeralda ya no pudo verlo y se asustó y se concentró en perseguir los nervios de aquel monstruo de piedra que parecían enredarse sobre su cabeza como los árboles que esperaban fuera, en el parque. Su padre volvió con una extraña sonrisa que parecía tan preocupada como aliviada. Llevó a Esmeralda al parque y le pidió que se sentaran en un banco. Entonces la miró a los ojos y le dijo: “cariño, un día tendrás que saber algo que quizás no quisieras saber, pero tienes que prometerme una cosa, prométemelo por mamá, prométeme que serás fuerte y confiarás en tu padre.” Y Esmeralda se lo prometió por su mamá, a la que nunca conoció, pero aprendió a quererla solo con mirar sus fotografías. Doce años más tarde, en el lecho de muerte, su padre le contó toda la historia y le dejó escrito en una carta manuscrita qué tenía que hacer. Unos domingos después de su muerte, volvió a la Sagrada Familia, esperó a que la gente ocupara el interior, buscó los nervios adecuados y se perdió entre las sombras. Cuando volvió a salir fuera, sabía, aunque no lo veía, que tenía una sonrisa extraña que parecía tan aliviada como preocupada. Frank escucharía con atención.
Y Jerry Lee y yo escuchamos con atención a Frank. Y cuando terminó describiendo la soleada mañana de domingo del 19 de Junio de 2016 y el vuelo colorido de la Sagrada Familia sobre el ensanche barcelonés, camino de un planeta llamado Gaudipiter, mientras Esmeralda ponía la mano sobre el hombro de un Frank convencido de su papel de héroe, nos echamos a reír los dos al unísono.
¿Una botella de vino blanco bien fría y unas buenas rebanadas de pan con sobreasada?
Propuse.
Y ambos dijeron que sí con la cabeza.
Si no queríais haberlo oído, no haberme preguntado.
El sol de la mañana seguía sin querer asomar del todo. Miré a mi izquierda, a mi derecha, y, por supuesto, ya se habían ido, ya habían vuelto al libro. Mientras encendía un cigarrillo y observaba las sombras húmedas del tiempo pasado sobre las piedras de la fachada, saqué el reproductor del bolsillo y le di al botón de stop. Busqué el nombre de Big Talk; elegí una canción cualquiera, y volví a guardarlo.
Sin mirar atrás una última vez, empecé a caminar con una extraña sonrisa que tardé en ser capaz de borrar, mitad aliviada, y, ya sabes, mitad preocupada. Antes de llegar a Casp, empezó a llover ligeramente, pero ya poco importaba. Al final, pensé, me va a acabar gustando Big Talk.

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