José Ángel Iribar (me da que no estuvo ayer allí)




Que no viene a cuento, pero permítaseme la licencia futbolera. Porque cuenta la leyenda que El Chopo estaba triste el día que, allá por el año 1968, el Athletic eliminaba al Liverpool en los 32avos de final de la Copa de Ferias (ahora se llama de otra manera y lo tenéis que saber porque ha salido en todos los periódicos, joder). En San Mamés, el Athletic le ganó 2-1 a los de Liverpool. En la vuelta, cuentan las crónicas que Iribar se puso las botas a despejar y atajar balones, y el partido, en Anfield, concluyó con el mismo resultado que en Bilbao. ¿Solución? Por entonces, las cosas, se solucionaban así: una moneda al aire, con una cara roja y la otra azul. Los ingleses eligieron la roja, y salió la azul. El Athletic se clasificó pero Iribar fruncía el ceño. La leyenda cuenta que decía: "¿Que si me pasa? ¿Pero vosotros os creéis que es forma de ganar tirar una moneda al aire?"

Ayer yo elegí la cara de la moneda que tenía a Cervantes, y ella la otra. Y ganó ella. Así que ganó el soul, y perdió el alt country. Ganó la música estatal y perdió el rock canadiense. Yo quería ir a ver a The Sadies. Ella quería ver a The Pepper Pots. Y ganaron los Sweet Vandals. O eso es lo que digo yo.

El caso es que en lugar de ir al Azkena nos fuimos al Antzokia. Primero, salieron, muy elegantes y bien ordenados sobre el escenario, unos sonrientes The Pepper Pots. Cuentan con dos argumentos: uno es la música y otro es la puesta en escena. Parece que se saben todos los trucos y que se han leído el manual de arriba a abajo. Pusieron sobre el escenario mucho más de lo que les dio el público, o, al menos, eso me pareció a mí, allí, de pie, un poco serio, en la primera fila. Yo lo confieso: a mí no me llegaron. Iban a una velocidad distinta a la mía, a la que a mí me acelera. Te pongo otra metáfora que no tiene nada que ver con el fútbol pero es igual de imbécil: a mí me recordaron a Vitoria-Gasteiz, sí, la capital. Todo es perfecto, mucha zona verde, las calles muy anchas, todo limpio y reluciente, pero acabas por echar de menos el caos, el ruido y la polución. Todo esto entiéndase, repito, de manera metafórica, y desde una perspectiva muy personal, porque, a la que estaba a mi lado, la que eligió la cara correcta de la moneda, más que Vitoria-Gasteiz, los Pepper Pots le recordaron a New York en una película de Woody Allen, porque la tía lo disfrutó y acabó por comprarse el elepé cuando terminó el concierto. Esta mañana se lo ha puesto a todo volumen y el soul de los Pepper Pots se oía hasta tres pisos más abajos, en el portal.

En segundo lugar, y, como no, también muy elegantes (el soul obliga), aparecieron los Sweet Vandals madrileños. Si os fijáis en ese contador de conciertos que llevo en el margen derecho, los he puesto los primeros, más que nada porque soy caprichoso y el dueño de esta república antidemocrática, y los Sweet Vandals, a mí, sí que me hicieron mover algo más que mi tobillo derecho. ¡Moví hasta el cuello! Y no me pidas más que si me llaman Billy Elliott es por elevar a la décima potencia el sarcasmo menos ocurrente. Creo que dijeron que la cantante se llamaba Maika, pero en lo que no dudo es en afirmar que tiene una voz enérgica, convincente y emotiva. Del resto de los componentes no me quedé con su nombre, excepto con el del guitarrista que, si no me equivoco, respondía al nombre de Giuseppe, y, sin moverse, le sacó varias dimensiones espaciales a su guitarra. En una esquina estuvo el batería, corazón de la banda según la cantante, y en el contrario, el teclados, que llenó la sala de hammond justo antes de que los Cherry Boppers acabaran por explotarla con el sonido orgánico del piano que se inventó Laurens.

Cerraron su concierto con la visita inesperada de los vientos de Cherry Boppers y Pepper Pots más el teclista de los primeros. Y estos fueron los últimos. Tras un cigarrito apelotonados fuera, volvimos dentro para ver como los locales cerraban la fiesta Soul Train con su propuesta de soul dinámico y efusivo. Ya que hoy me he puesto sincero, digamos también esto: tres veces los he visto en directo, y nunca he visto entero uno de sus conciertos. Siempre, coincide, cierran y nos tienta optar por no perder el transporte urbano. Quizás esto quiera decir que no me gustan los Cherry Boppers, pero ésa sería una afirmación demasiado superficial, muy apropiada para este blog. Y, hoy no, porque hoy encabeza esta entrada José Ángel Iribar, y eso merece un respeto, aunque al exportero guipuzcoáno, estoy seguro de que le va más el folklore que la música negra. Cherry Boppers son contundentes, erizados y furiosos, que siempre hay que poner tres adjetivos. El teclista es virtuoso y su hammond resalta en unas canciones bien estructuradas y ejecutadas, pero, aún así, soy yo el que no consigo entender el mensaje de todo. Estoy convencido de que el problema es mío, que llevo dentro a un punkie reprimido, con aspecto de gafapasta sinsorgo y tendente al dramatismo ingenuo del alt country más canalla (¡si hubiese salido la otra cara!), así que cómo iba a ser algo más que un intruso que intentó pasar desapercibido en la fiesta bilbaína del soul estatal.

Una moneda tuvo la culpa, pero, aunque yo perdí, no como le ocurrió a Iribar, acabé mucho más satisfecho con mi derrota que él con su victoria. Es lo que tiene la música.

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