¡Pero Bubu!

Iba a escribir esta entrada como dios manda, tirando de wikipedia y de youtube, poniéndome el disfraz, dejando de mascar chicle. Pero, en su lugar, he decidido hacerlo así:

Joder que me caía mal aquel tío. ¿Y entonces? ¿Qué hacía en su casa? ¡Son las seis de la madrugada! Tú te ves aquí, en casa de un extraño, buscando en todos los cajones de su cocina mientras él sigue hablándote a través de la puerta del baño. Debajo del fregadero encuentras una botella de lejía. Bébetela. Escuchas cómo tira de la cadena. Bébetela. Estás borracho y por eso eres capaz de pensar en beberte la lejía, mientras eres consciente del ruido de la cisterna y, al mismo tiempo, te poseen imágenes diabólicas de tu niñez. Aparece tu padre. ¡En tu cabeza! ¿Qué coño haces ahí! Ven. ¡Véte! Y todo se vuelve aún más loco por culpa de David Thomas y sus colegas. David Thomas y sus colegas. 
Vuelve del baño y el tío que me caía mal se ríe cuando me ve con la botella de lejía en la mano. 
Se pierde por la puerta. 
Vuelve con una botella de un vitriólico líquido blanco. Baila. Viene bailando mientras grita no-alignment pact!. David Thomas y los demás. Cojo la botella y le pego un largo viaje sin pararme a pensar qué es. La botella de lejía cae al suelo. Vuelvo a ver a mi padre. Río. Sí, de manera enfermiza. 
Media hora más tarde estamos sentados en su sofá.
El vecino pegó en la puerta. Amenazó con llamar a la policía. Se apartó justo a tiempo cuando la botella de lejía voló sobre su cabeza. 
Estamos fumando hierba.
Escuchando modern dance. 
Y el baila. De vez en cuando, se pone de pie y baila. Baila para mí, el cabrón. Me pone enfermo. Cuanto más fumo, peor me cae. Cuanto más bebo, menos me pregunto qué bebo. Le veo y me dan náuseas. Me río si mi padre aparece de nuevo. Luego me concentro en David Thomas y el cerebro me perfora un clavo. Le oigo hablar mientras baila:
- ¡Pere Ubu son lo más grande! Escucha, escucha: simplemente desconcertante. ¡La ostia!
Se contornea como si la diarrea le engrasara las extremedidades. Se ríe. Se da la vuelta. Toca una trompeta imaginaria que le metería por el culo. No me muevo. Fumo. Tengo la botella sobre el regazo y si me empalmo la voy a partir en dos. Me río. Se ríe. Fumo. Baila. Le digo sin alterar la voz:
- Eres el tío más imbécil que he conocido en mi puta vida. 
Y dice que sí con la cabeza, pero no deja de bailar. Se desternilla de risa. Canta: 
- ¡Gone, gone, gone by her heart! 
Da saltitos. Se cae. Se estrella contra la tele. Se quiebra sobre el sofá. Se lanza contra mí. Le aparto y cae de espaldas sobre la mesa que se parte en dos pero no se inmuta. Se levanta, baila. No se oyen los gritos. Ni como golpean la puerta. Yo fumo y cuando termino, lanzo la chicharra al aire sin mirar dónde cae porque estoy fijamente deseando abrirlo en canal con mi mirada. Pero no puedo. La canción muere en una marejada ondulante y entonces escuchamos los gritos y vemos cómo las cortinas han estallado en llamas. 
Aulliditos atronadores. Grita y corre a la cocina y yo corro más rápido, me divierto, hasta la puerta. El vecino la aporreba y llegó acompañado de su hijo que me saca dos cabezas y me agarra de la pechera y me lanza contra la pared, me grita, y le entiendo, porque me enseña que en la otra mano lleva la botella de lejía, que más vale que nos vayamos a dormir la moña o en lugar de llamar a la policía se encargará él mismo de que me beba esa botella en copas de champán. Se oye como se caen los cacharros en la cocina. Huele. Hiede. Arde. El vecino asoma la cabeza. ¿Qué pasa ahí dentro? Pregunta. Pero yo, a esas alturas, ya solo me concentro en escuchar a David Thomas y Peter Laughter: "life stinks I'm seeing pink I can't wink I can't blink I like the Kinks I need a drink I can't think I like the Kinks Life Stinks."
Y como es cierto. 
Cuando me baja. 
Cuando sigue a su padre por el pasillo mientras murmuran pero qué coño, y yo veo cómo el resplandor crece, y el humo no cede, y el tío al que tanto odio grita como un niño de preescolar. Cierro la puerta. Me quedo fuera. Bajo las escaleras, aprovecho las sombras, me adentro en un callejón y me siento en las tinieblas. Imagino que desde allí solo se puede ver la punta de mi cigarro cuando aspiro. Estoy a gusto. Se me ha bajado el pedo. Desde allí veo cómo el vecino aparece corriendo por la puerta y cruza la terraza de madera y baja al jardín dando saltos y vuelve arrastrando una manguera y sube los peldaños de dos en dos. Entra. Deja la puerta abierta y oigo crepitar a Pere Ubu. 
- ¡Pero Bubu! ¡Corre Bubu!
Murmuro sin hacerme gracia. Mi padre se apalanca a mi vera. Me mira como me miraba cuando no le hacía falta decirme qué miraba. 
- Lo sé, viejo, lo sé. 
Pero él dice que no con la cabeza, aunque me mire con una compasión que no merezco y que me produce náuseas. 
Vomito. 
Levanto la cabeza y veo cómo salen los tres a la terraza. El tío que tanto odio tiene el rostro tiznado. Le ofrece la mano a su vecino. No oigo, pero veo el gesto de reproche. Sé que le ha dado las gracias y se ha excusado al mismo tiempo. Mi amigo se queda allí un momento mientras les ve subir al piso de arriba. El barrio permanece ajeno al jaleo. Nadie ha alterado su sueño. Escucho el silencio dentro. Apagó la música. Parece que mira hacia el callejón. Ven. Baja. Acércate. Estoy aquí. Cállate, susurra mi padre. Parece que aguza la vista. Quizás ve mi cigarro cuando aspiro. Se ilumina el mismo punto indeciso que acaba de iluminársele en el cerebro. 
Pero se da la vuelta y entra dentro. 
Corre Bubu, murmuro. 

Dieciséis años más tarde encontré trabajo en una biblioteca municipal. Todos los sábados tenía que madrugar más que nadie y recoger los periódicos y tenerla abierta antes incluso de que posara el sol sobre los naranjos del parque. Al mediodía dejaba de venir la gente para llevar y traer libros que siempre me preguntaba si se leían. Me aburría y paseaba entre las baldas buscando algo que nunca encontraba. A la hora de comer, me encerraba en el despacho y comía en silencio. Alargaba la sobremesa enredando entre los libros que esperaban para ganarse tejuelo y encontrar un hueco en la colección. Un día me senté junto a la reluciente fila de cedés que acababan de comprar para subirse al carro de los nuevos tiempos. Aún no habían terminado de catalogarlos. Iba mirando uno por uno cuando encontré el "The Modern Dance" de Pere Ubu. Todo volvió de golpe. Dieciséis años después. Y dieciséis años más tarde todo lo que vuelve no vuelve igual. Es algo distinto. Igual de doloroso, pero distinto. Estuve mirando el disco sin atreverme a abrirlo. Y allí lo dejé sobre la mesa. 
A las seis de la tarde quedaban un par de horas para cerrar y nada mejor que hacer que holgazanear junto a la ventana. Aunque estaba prohibido, saqué mi móvil y la llamé. No había nadie en toda la sala, pero en mi cabeza ya no quedaba un mueble de pie porque desde el almuerzo había tenido dentro al tío más imbécil que había conocido jamás sin dejar de bailar y apagar fuegos. 
- Hola. 
- Bien.
- ¿Vas a venir a buscarme?
- Ok. 
- ¿Te apetece ir al cine?
- Bueno, ya me paso yo por el videoclub antes de ir a casa. 
- Pizza. Me apetece más pizza. 
- Vale.
- ... Hasta luego.
Luego ya no valía. Una electricidad como vecina, que ya conocía, me atravesó de los pies a la cabeza. Había entrado un anciano a la sala y se había sentado a leer el periódico y me miraba asustado por encima de sus anteojos. Empecé a abrir todas las ventanas de la sala. Y las que seguían al otro lado de las baldas. El viejo me seguía con la mirada. Entré en la hemeroteca y aún quedaba gente rezagada que se asustó al ver como me movía poseído sin reparar en ellos. Abría todas las ventanas y me iba. Entré en la sala de infantil, mi compañero me sonrió al entrar y gritó qué haces cuando me vio salir. Lo mismo que me preguntaba la chica nueva de portería cuando veía cómo enredaba en el equipo de megafonía que cada día voceaba la sirena que anunciaba el cierre, pero, esta vez, me las arreglé para que funcionara la pletina del cedé y me atreví a abrir la caja de "The Modern Dance" y le di al play sin pensar. Giré la ruleta del volumen hasta que no pude más. Y lo demás fue esperar. 




 

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