Diario burgués de un festival veraniego. Capítulo uno: Hotel Corgan.



Empiezo con cuatro advertencias. 
Uno: que sea un diario no quiere decir que esto vaya a estar organizado. No voy a ir día por día, o quizás sí, quién sabe. 
Dos: que sea burgués quiere decir que yo me siento un poco burgués. Burgués King. Como el tamaño de la cama de matrimonio de mi habitación en un hotel céntrico de una ciudad norteña. Desde aquel primer festival metido en una tienda de campaña donde la lona creaba un ambiente de intimidad parecido al de un baño turco hasta esta habitación con aire acondicionado, se ha producido un largo proceso de aburguesamiento del que no estoy orgulloso pero tampoco es que me produzca hemorragias internas. 
Tres: el festival veraniego es el Azkena de Vitoria-Gasteiz en su edición de 2013, por eso la foto del principio.
Cuarto (y último): quien sepa de que va este blog, ya sabe qué puede esperarse. Quien no lo sepa, que se detenga aquí mismo y desista de seguir leyendo. En este mismo hotel, y permítaseme jugar al concurso de las apariencias, ya me he cruzado con un buen montón de tíos de mediana edad con gafas de espejo, barbas bien afeitadas y camisetas de diseño que tienen toda la pinta de escribir mucho mejor (y mucho más al caso) en sus correspondientes revistas o periódicos, así que buscad ahí si lo que queréis es información veraz y erudita. 

Voy a ser esquemático. Me he levantado a las siete de la mañana y he necesitado una hora para que mis músculos se oxigeneran y mis huesos se solidificasen. Cuando lo han hecho, he salido a correr: catorce kilómetros hasta la Iglesia de San Roque y vuelta a la civilización. Ducha, contestar un par de emails, y mi compañera de tropelías ya había hecho la maleta. Al garaje a por el coche, maleta en maletero, reproductor de audio enchufado a la cinta adaptadora y cinta adaptadora en la cassette del coche. Listos. Una hora de viaje por autopista: coges el recibo en Areta, lo pagas en Altube. Llegas a Vitoria, Gasteiz, donde se hace la ley, buscas aparcamiento. Cola en recepción. Colgar camisas y pantalones en la habitación. Y empieza el festival. 
Lo primero ha sido buscar dónde comer. Entre dudas, he tomado la iniciativa y he dicho sígueme yo sé donde hay NODIGOELNOMBRE (franquicia de restaurantes italianos muy popular últimamente) y a mitad de camino me cercioro de que estamos yendo en dirección contraria. Vuelta para atrás y entre sudores fríos por si la volvía a cagar, al final, al doblar una esquina, ahí está, ahí está, la puerta del restaurante. Ensalada de no se qué con no se cuántos para compartir y de segundo, también a medias, pasta rotondo con salsa de no sé muy bien el qué. Agua para beber, café, y, al salir, saludamos a un conocido y nos dirigimos pasito a paso, sin muchas ganas, hasta el hotel. 
Ya ni lo decimos porque hemos admitido nuestras rutinas preventivas: mejor comer bien, un poco de descanso, una buena ducha, y fuerzas extras para aguantar ocho horas de pie que ya no hay edad ni entusiasmo juvenil. Ni se metaboliza igual el alcohol. Previsión burguesa, sí. 
Y en eso que vamos a entrar al hotel y de frente vienen lo que a todas luces son dos guiris cansados que se retiran a sus habitaciones después de comer. Ella es tan alta como él, mucho más joven y delgada. Él camina muy cansado, con una camisa llamativa y un gorro playero. Yo, lo reconozco, no me fijo mucho, y menos en él, pero mi compañera de tropelías sí, y suelta así como un suspiro estrangulado que me hace reaccionar y volver a mirar. 
Efectivamente. 
El mismo Bill Corgan. 
Por supuesto, lo que hacemos es lo que sigue: hacemos como que no hemos visto nada, nos dirigimos al ascensor y pasamos del tema. Aunque ella aún no ha borrado la impresión de sus ojos, cuando vemos que ambos intentan entrar en nuestra cabina y, por equivocación, en lugar de pulsar el botón de detener las puertas que se están cerrando, pulso el del primer piso. Fin. Ésta es la historia del día que pude compartir un ascensor con Billy Corgan pero mis dedos torpes lo evitaron. De todas formas, os puedo decir lo que hubiera ocurrido: saludo retraído, cabeza gacha y despedida más retraída aún cuando llegamos a nuestro piso. ¿Apuestas? Nunca he sido mucho de excitaciones idólatras y menos de exhibirlas o desempeñarlas. Una vez hablé con Willy Vlautin, con eso tengo bastante. 
Pero bueno, tenemos coña para el resto del festival, ¡Billy Corgan, tía!, y el festival empieza en unas horas, puede que hasta ya haya empezado. Nosotros no nos asomaremos hasta que lo haga Sex Museum, con todo el respeto al par de grupos que nos perdemos. Mientras tanto, aquí andamos, viendo a Brad Pitt y Edward Norton pegándose de ostias en no sé qué canal de los muchos que tiene la televisión de nuestro hotel burgués. 
En el próximo capítulo, prometo que contaré algo mucho más musical. Pero lo dicho, el que conoce este blog, ya sabe lo que se puede esperar.

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