Festivales familiares



Si llega a venir Fernando León de Aranoa, seguro que se anima a filmar una versión en formato musical de aquella primera película suya en la que Juan Luis Galiardo se empeñaba en tener familia como fuera. Lo digo porque en este Azkena de 2014 hemos visto desde una cantante con 68 años, a una pareja de amigos cincuentones que llevan treinta haciéndose compañía en un escenario, australianos treintañeros con bonitas pelambreras, niños a los que, si no fuera porque tocan, no les dejarían ni entrar, muchos carritos por el recinto, bebés con cascos antirruidos, otros en brazos de sus padres quedándose dormidos, venerables ancianos con camisetas oscuras de rotulados en llamas... De todo un poco en la gama generacional, como en las mejores familias, aunque sean de película, o festivaleras. 
Los festivales se definen por la gente que los frecuenta, por supuesto, y así como en el FIB te hartabas de ver espaldas en carne viva, sombreros de paja, imitadoras de Kate Moss y asiáticos americanos con los pezones areteados, en el BBK Live empieza a relucir más el resplandor del photocall que el de los focos del escenario. Nada de eso ocurre en el Azkena, donde hay gente que se saluda como si acabaras de volver al barrio por Navidad, aunque estemos en junio, donde miras para delante en el concierto y ves muchas calvas y peinados de añejas melenas, todo camisetas negras, y más cuernos que en la Maestranza, que no sé muy bien lo que es, pero tiene que ver con los toros. Ayer abrimos el festival en alegre cháchara con alguien que me dijo que, con éste, ya iban once años seguidos. Fidelidad es un término que suele tener sentido en Mendizabala. No es mi caso, porque me he perdido más de los que he visto y me arrepiento de haberme quedado sin ver a más grupos de los que me felicito por haber visto. Sin embargo, en los últimos años, la visita al Azkena se está convirtiendo en parada obligatoria, venga quien venga y haga el tiempo que haga. Este año, ni sabíamos los horarios antes de entrar. Íbamos hacia el recinto con paso cansino cuando ella dijo: "¡ah, joder, si también toca Wolfmother!"
Con ese espíritu íbamos porque el Azkena parece que te lanza el lazo al bazo más que al cuello. No miras tanto el cartel, aunque, por supuesto, critiques y celebres como cualquier otro festivalero, si no que te preocupas más por asegurarte de que podrás repetir las mismas cosas que haces siempre: cruzar El Prao sin prisa, comer en el Xixilu (o donde sea, no hay que ser exquisitos, pero sí con amigos de tertulia), saludar a Marsalis de lejos, ir de escenario en escenario dejándote llevar por la pendiente y saludando a los conocidos, desayunar al día siguiente en alguna de esas cafeterías del ensanche vitoriano, asomándose a algún parquecillo abandonado que envidias cansado de tu entorno fabril y hormigonado.
De ahí que, toque quién toque y lo hagan cómo lo hagan, uno siempre acaba teniendo la sensación de que repetirá el año que viene. Y eso te lo digo yo que de los doce me he perdido unos cuantos. El de este año era el número trece, y parece que habrá catorce, porque el de 2015, al parecer, ya está firmado entre la promotora de siempre y las instituciones de costumbre. Así seguiremos sumando. Si ya antes contábamos con gente como Paul Weller, Connor Oberst, Eddie Vedder, Kim Salmon, Josele Santiago, Chris y Rich Robinson, Francis Rossi, Brian Setzer o JJ Grey entre los que habíamos tenido la suerte de conocer gracias al ARF, más se siguen sumando y se sumarán, pero nunca, desgraciadamente, podrán compensar todos los que nos hemos perdido desde 2002 y, eso, junto con las camisetas negras, la variedad en edad y tantas manos con los dedos índice y meñique en posición de ataque te resumen lo que es el Azkena. Creo yo, vamos. 
Y por eso quizás, vayamos sin orden, te sorprende ver a Debbie Harry tan cómoda sobre el escenario principal. No era mi primera vez, y no me importaría que fuera la última, pero tampoco me voy a poner ponzoñoso. Harry tiene tantas tablas que da igual que salga al escenario en un pijama que recuerda a la tapicería del mini de un mod (mis comentarios sobre estilismo deberían tomarse con la misma seriedad con la que os tomáis los musicales, con ninguna, vamos, porque aún hoy en día me cuento entre los que relacionarían primero palabra de honor con un disco de Rocío Jurado que con un tipo de escote). Da igual que supere los sesenta, que lleve otros treinta cantando las mismas canciones. Da igual que se permita ritmos latinos con deje bailable en un festival donde mucha gente votaría a Jerry Only como jefe de estado si llegara de nuevo la república. Cierto es que, como he leído por ahí, intentaron diversificar su sonido (sonido que, sí, sonó ciertamente algo apagado, pero nos quedamos sorprendidos por el anuncio de la organización) y trajeron música disco, alguna pincelada más rockera y hasta una versión de The Beastie Boys. Aún así, yo me contaría entre los que no entendía muy bien la elección de Blondie como cabeza de cartel, aunque también me apuntaría a la comprensión (parezco gallego, se me habrá pegado) y diría que cuarenta años de carrera y la elasticidad de la etiqueta rock bien permiten que lo mismo Debbie Harry que Poison Ivy rivalicen como musas del festival. 
Antes de ver a Blondie en el escenario principal, lo que nos perdimos fue esto: Niña Coyote eta Chico Tornado, Deap Vally, Arenna y The Temperance Movement. De hecho, a Arenna los vimos, pero nos hicimos los suecos, y a The Temperance Movement les estuvimos siguiendo así como de lejos, desde lo alto de la colina, y no sonaban a nada nuevo pero tampoco sonaban mal. Alguien propuso apuntarse el nombre y yo hice una de esas notas mentales, pero acabaré perdiéndola. 
Nos perdimos a todos estos porque después de comer en animada charla con alguien que en 2012 incendió el tercer escenario, tocaba hacer la digestión, coger fuerzas, darse una ducha y pasear escuchando los trinos de los pájaros en las copas de los fresnos de El Prado. Uno no es que se haga mayor es que hacerse mayor es uno, sano, dos, inevitable y tres, síntoma de felicidad, creo. 
Llegamos, hablando de hacerse mayor, para asarnos bajo la carpa mientras asistíamos a una auténtica celebración de la precocidad. Con cuatro miembros que nacieron cuando Kurt Cobain ya había muerto o estaba apunto de hacerlo, no dejaron que su edad se convirtiera en la razón del asombro, o, al menos, intentaron que no fuera así y fueran los guitarrazos a mansalva y los estribillos con aire de enciclopedia del rock. Lo que más me sorprendió es ver a la gente rendida desde el principio. Veteranos de tachuelas oxidadas, de los que pudieron ver a Arthur Lee cantando con Love en plena forma, rendían pleitesía a estos chavales sin casi haberles dado tiempo a confundirse, que, aparentemente, lo hicieron en la primera canción. No digo que no se lo merecieran porque tienen lo que hay que tener para conseguir un directo arrollador: actitud y talento. A mí, me costó entrar. Las primeras canciones no me dijeron nada que no me recordara cuantos años tenían, sin embargo, poco a poco, sobre todo gracias a los que tocaban instrumento, me fui uniendo a la opinión generalizada. Suenan contundentes, convincentes y prometedores, pero no hay que olvidar que, ahora mismo, consiguen el clímax con préstamos de Bo Diddley y Nick Lowe, así que habrá que esperar hasta que lleguen tan arriba con canciones que solo les pertenezcan a ellos. Como dijo el que llevaba once seguidos y que, por lo tanto, entiende de esto, habrá que esperar y seguirles el rastro hasta que acaben siendo cabezas de cartel.  Por supuesto, que no lo he dicho en ningún momento, hablamos de The Strypes, quienes, sin duda, se convirtieron, solo había que girar el cuello, en unos de los grandes triunfadores de la edición de 2014. 
Nos perdimos a los recomendables locales The Soulbreaker Company por asistir al completo al enésimo recital de Gordon Gano y su colorido amigo Brian Ritchie. Violent Femmes, un trío que sin mitosis ni nada se convierte en quinteto, octeto y una orgía bien armonizada de instrumentos tribales porque hay ocasiones en las que Gordon Gano canta como si estuviera invocando a no sé qué dioses. También era nuestra segunda ocasión viendo a una banda fundamental para entender la música americana, y no fue mejor que la primera. El escenario grande no ayudó a que se pudiera disfrutar con plenitud de una banda a la que el espacio en blanco pareció fagocitarle, en ocasiones, parte de su fuerza. Aún así, como siempre, salieron más que airosos y cumplieron con un concierto que se permitieron abrir con "Blister in the Sun" y cerrar cuándo y cómo les dio la gana. 
A los de Milwaukee les seguía uno de New Hartford que se hizo acompañar de una banda numerosa y bien pertrechada de percusión. Joe Bonamassa dio un concierto sin sorpresas ni flaquezas, siempre en línea recta, con el mismo índice de fuerza y la misma gravedad. Su presencia es solemne, su música ingrávida y su eficiencia está fuera de toda duda. Quizás, lo único que faltó es ese factor de sobresalto, ese golpe inesperado que capte tu atención antes de que te rindas y aunque asientas diciendo este tío es bueno, cojas y aproveches para meterte un bocata de lomo con más miga que carne. 
Viendo a Bonamassa y cenando, no pudimos acercarnos a ver a Bluenáticos y esperamos hasta que empezara el concierto con el que abrí esta crónica, así que no vamos a volver a repetir lo mismo. Lo mismo que en 2006 vimos justo después: los Wolfmother. Sin cambiar de escenario, después de un descanso que aprovechamos para refrescarnos y hablar de cosas más mundanas, se acercó otro de los momentos álgidos del festival con el regreso de un Andrew Stockdale al que ya pudimos ver acompañado de Chris Ross y Myles Heskett cuando el trío original se recorrió toda Europa abriendo para Pearl Jam. En aquella ocasión, hace ya la friolera de ocho años, todos los allí presentes nos quedamos boquiabiertos viendo en directo a un tío que tocaba el bajo y los teclados al mismo tiempo y a estos los zarandeaba como si estuviera practicando el punching ball. Todos nos quedamos sorprendidos por unos veinteañeros australianos que sonaban a Black Sabbath y Led Zeppelin, sí, como muchos otros, pero, además, sonaban frescos y certeros, con canciones que por mucho que tuvieran eco también tenían lozanía. Por supuesto, el éxito no se repitió ayer en Mendizabala. Creo que, en líneas generales, la gente acabó satisfecha, pero sin Ross ni Heskett parece que Stockdale, sin querer desmerecer a sus nuevos compañeros, ha perdido algo que sí tenía en 2006. Hubiera preferido ver un duelo de bandas entre los actuales Wulfmoder y el último proyecto de Heskett y Ross, Ross y Heskett, el que les ha llevado a formar Good Heavens junto con Sarah Kelly. Eso sí hubiera sido divertido e interesante, y no tanto volver a escuchar temas como "White Unicorn", "Dimension", con la que abrieron, o las clásicas "Woman" y "The Joker and the Thief", con la que cerraron, que sonaron distintos cuando distinto es raro y raro es raro, vamos, que no sé si bueno o malo, pero distinto, ¿eh? Los teclados, en ocasiones, sonaban como cuando se suelta un cable de un aparato eléctrico y hace contacto y Stockdale, al que, por cierto, igual que el año pasado nos cruzamos con un Billy Corgan en plan veraniego, nos topamos en el hall del hotel con el mismo outfit que luego llevaría en escena, toca la guitarra como si acariciara a un gato y le gusta mantener las notas clavadas en el traste. El australiano ocupa ahora más tiempo en cambiar de guitarra y azuzar al público, cuando yo le recordaba en plan Robert Smith, con la cabeza agachada intentando memorizar el círculo que le habían dibujado para que no saliera de él. Salió. Y no seré yo el que diga que se salió, pero tampoco voy a seguir martirizándole con comparaciones, que siempre son odiosas. Yo estuve ahí en una esquina y seguí vocalizando el "you know what I mean", como si fuera 1995 y estuviera sonando el "Wonderwall" en un bar de Manchester, así que no quitemos mérito a alguien que aún puede subirse a un escenario y presentar como defensa canciones de las que te obligan a echar el cuello pa'trás. 
Y aquí terminó la edición de 2014, más pronto que nunca, oye. Ya lo dijo ella que tenía los brazos cruzados y la chaqueta vaquera puesta mientras veíamos un par de canciones de Niño y Pistola camino de la puerta: "el año pasado salimos de aquí a las seis de la mañana", pero ya les doblamos en edad a los Strypes y nos pareció oportuno cerrar la noche a una hora mucho más saludable. Por educación y respeto, les dedicamos un par de canciones de atención a los vaqueros de Baiona, pero después del protocolo, nos marchamos de allí. 
Ya había habido de sobra desde que a eso de las doce de la mañana tuve que coger la salida de Balmaseda para bajar a Zorroza y volver por la carretera antigua hasta Barakaldo porque no me había dado cuenta hasta que no habíamos dejado atrás Cruces y pisaba el freno para pasar el primer radar, de que me había dejado las entradas en casa. Desde entonces hasta que el neno se puso a xogar con la pistola, pasaron muchas cosas, algunas las he contado aquí, otras no, pero, en cualquier caso, más que suficiente para cerrar esta crónica y regresar a mi vida familiar anónima y pausada, sugerente y dinámica como cualquier festival familiar que se precie. 

Posdata: que hubo más luego lo sabrán la mayoría, Kadavar, Royal Thunder... Y que hubo más el día anterior, también lo sabrán los mismos. Algunos se enterarían hasta de que llovió a mares y se temió lo peor, que Marah sacaron a tocar a un adolescente, que Scorpions hizo emocionarse a alguno y más cosas que, siguiendo mi rigurosa costumbre, no he glosado aquí porque yo no estuve y, por lo tanto, no escribo tampoco. Con esto, y con una foto que cuelgue ahora para decorar, me despido. Terminemos con una frase hecha: el año que viene, más y mejor. Y en familia.

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