Alivios sintomáticos para cronistas peripatéticos



Propongo el frenadol como droga de moda. Me amodorra. Me deja en un estado de inconsciencia cercano a la levitación galbanera. El ánimo más apropiado para escribir mis crónicas edulcoradas y redundantes. ¿Qué es una crónica? ¿A qué sabe el frenadol? ¿Tenía razón mi madre cuando me decía que estaba más guapo callado?
Preguntas vitales tan universales como la música que, puestos a buscarle definición, también se parece al frenadol: un sobre lleno de polvos mágicos que se disuelve en agua y te revoca el padecimiento. 
El caso es que, vueltos de vacaciones, nos propusimos acercarnos a la Aste Nagusia. Da miedo. Es como si vuelves de vacaciones a tu castillo de la campiña inglesa y te encuentras con la familia Otis convertida en fantasmagóricas presencias que se han apoderado de tu sala de estar y no te dejan usar el mando para cambiar de canal. Pobre Simon de Canterville, ahora entiendes lo que sentía. Lo que de verdad quiero decir es que antes llegaba agosto y esta semana de lujuria y desenfreno era lo mejor del año y lo peor de tu régimen de sueño. Ahora, subes las escaleras del metro de Berastegi y vas pensando, madre, qué pereza, padre, qué coraje. 
De eso íbamos hablando los tres, porque ayer éramos tres en compañía, solo nos faltaba D'Artagnan, ya que estoy haciendo referencia a clásicos decimonónicos. JB, que son sus iniciales, porque el cubata se lo pidió de Brughal, estaba ansioso por ver a los Black Lips. Mi compañera de andanzas estaba inquieta, porque sospechaba de las aglomeraciones y de las canciones que iba a tener que ver de pie. Yo, por mi parte, estaba a lo mío mientras iba nutriéndome del comprimido efervescente.
Esperamos una hora en la terraza del Ambigú, nueva y de madera añeja, a que nos abrieran las taquillas y cuando lo hicieron fuimos de los primeros en entrar; nosotros y un puñado de adeptos más entre los que se encontraban los protagonistas de la noche: un grupo de embriagados turistas, no sé si centroeuropeos de despedida de soltero que hablaban inglés como segunda lengua, o alumnos en viaje de estudios de algún instituto menonita del condado de Lancaster que berreaban en alemán de Pensilvania, pero exóticos y excitados de cualquier manera. Bebían cerveza y tequila como yo respiro oxígeno y expulso dióxido de carbono. Con una naturalidad tan esbelta y entrenada como su indumentaria a medio camino entre jóvenes leñadores de Clatskanie y surferos fumetas de alguna comuna californiana. Se apoderaron del escenario en cuanto subieron los de Atlanta (expresiones viriles con desnudo completo incluidas), acabaron por contagiar su fogosidad a toda la primera fila, y los Black Lips se vieron superados por una situación que no supieron capear con naturalidad por mucho que lanzaran rollos de papel de combate como se lanzan bolas de nieve en las películas ñoñas de su país natal. 
Pero antes de todo eso, salieron a escena las Moon Shakers, un quintento completamente femenino de Getxo que de riot grrrls tienen poco y de todo lo demás, mucho. La primera canción fue como un soplido en la oreja cuando estás sopa: te molesta más de lo que te despierta. No parecía que iba a prometer la noche, pero para la tercera, la mejor al subjetivo parecer del que balbucea, ya le habían dado la vuelta a la tortilla y a la circunvalación. A mis dos compañeros de aventura, las Moon Shakers les convencieron y a mí me dejaron con la sensación de que aún les falta un hervor y dos buenas sacudidas, pero tienen postura y postas como para reclamar atención en el futuro. Sonaron garajeras, al indie de los noventa, con un fondo de armario que huele a country más que a alcanfor, y, en ocasiones, más cercanas al pub-rock y a la tradición británica que a la robusta pesadez de la costa este americana. Vamos, que sonaron un poco a todo, y a veces sonó demasiado alto el bajo y muy baja la voz, pero sonaron bien y convencidas. Dos guitarristas, una que recuerda a Dean Wareham, por decir uno, despacito pero seguro, otra que también se alió con los teclados nord y una cantante enlutada que sonaba mejor sin pandereta que con ella. 
Cigarrito fuera, conversaciones surrealistas y alguna amena, y vuelta a la almena para ver la zapatiesta desfasada pero controlada de unos Black Lips de los que esperaba, por qué no decirlo y meterme en un lío, más naturalidad, locura y personalidad. Un poco espesos casi plomizos en ocasiones, con tanta canción de tres minutos y siete álbumes ya, los de Atlanta se han hecho con un repertorio fresco, de garaje certero, con directos a la nuez, variedad en las voces, y una fluidez que les permite encadenar canción tras canción sin darte tiempo a que descanse el cuello de tanto moverlo. Al que tenía delante debía dolerle tanto que se pasó el concierto con las manos en la nuca, con lo que vi el final enmarcado en el hueco que quedaba entre sus codos, un ejercicio fotográfico que tuvo su gracia y todo. El concierto de Black Lips fue como una competición mundial de los 100 metros con los ocho participantes siendo clones de Usain Bolt: para cuando nos quisimos dar cuenta, ya había terminado, y estábamos todo lo cansados que se puede estar en 9,58 segundos de esfuerzo sobrehumano, deportivo y musical.
Como no habíamos tenido suficiente, nos fuimos sonrientes hasta la txozna Algara, a donde habríamos ido sin pensarlo de tener el don de la ubicuidad. Cuando llegábamos, se despedían los Cobra y aprovechamos para cenar el menú habitual de fiestas entre pan y pan. Volvimos para encontrar una esquina desde donde se veía que había mucha gente y, por lo que se escuchaba, los que habían estado habían disfrutado de los conciertos de Niña Coyote eta Chico Tornado y de Cobra, y esperaban con ansias a unos Willis Drummond de los que mi compañera y yo nos hemos convertido en aguerridos fanáticos. Para JB era la primera vez, y no fue la mejor que podía haber elegido. Los de Iparralde han parido ahora a un nuevo guitarrista, Joseba Lenoir, que les da más reclamo rockero y más solidez si cabe. No llegamos al final porque la rutina pesa más que una vaca de Kobe en brazos, que era lo que parecía yo a esas alturas con tanta cerveza en el estómago. Eso sí, la media docena de canciones que tocaron, con problemas técnicos incluidos, fue más de lo mismo cuando más de lo mismo es algo bueno más que bueno. 
Un buen final para un día de fiestas de las que huimos despavoridos por la boca del metro porque no estamos hechos de la misma pasta que Keith Richards y porque, ahora, tienen más poder gravitatorio las mañanas que las noches trasnochadas. 
¿Dónde acabarían los jóvenes anfetamínicos? ¿Tiene sentido escribir cuando no quieres leerlo? ¿Volverá a tener razón mi madre cuando dice que soy guapo pero me pongo feo? Preguntas universales tan vitales que solo se responden con acordes y mucha, mucha distorsión. 
Por supuesto, en lo que íbamos del Antzokia a la txozna del Antzokia, escuchamos a Kepa Junkera como una docena de veces. 
Y hasta subí los brazos para hacer la gracia. Que preparen los tocones, que lo admito: me lanzo de cabeza a la hoguera.

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