El barrio, el rock y otro montón de bobadas



Vivir en un barrio es tan cojonudo y tan dramático como vivir, a secas. Digo yo que da un poco igual si vives en la urbe o en la arcadia, en una isla desierta o en el cruce de Shibuya, todo tiene su lado bueno y su lado malo, como la vida misma. 
Digresión: ¿crees que Aleksandr Solschenizyn estaría de acuerdo cuando le invitaron a vivir en un gulag?
Por supuesto, exagero, como siempre, pero yo que viví durante años en una calle transitada, en el medio de una ciudad congestionada por el polvo de la siderurgia, sin pertenecer a ningún barrio, agradezco, lo mismo que a veces padezco, vivir en un barrio donde el panadero te saluda, la gente te reconoce y si te pierdes, acabas por convencerte de que estás tonto. 
El barrio está en fiestas. 
De esas fiestas que durante tiempo añoramos, de las que recordamos de cuando éramos ñajos, de las de bajadas de goitiberas, pañuelos coloridos, plazoletas repletas, chicharrillo, concursos de caldereta y todo gracias a la buena voluntad de los vecinos. Si hay rock en la plaza, qué más puedes pedir. 
Puedes pedir. 
Pides que la gente responda. Que todos piensen igual que tú. ¿A quién no le gustaría vivir en un barrio donde, por decir uno, Dave Vanian fuera el personaje histórico más querido? O no hace falta ir hasta Londres, molaría vivir en un barrio que recordara, sin que hiciera falta ponerle su nombre a ninguna calle, la memoria de Natxo Etxebarrieta? 
A propósito, he dicho otros, porque en mi barrio, o en mi ciudad, no hace falta visitar la wikipedia para tener nombres con los que vanagloriarse de una tradición que merece reconocimiento, pero no es eso exactamente lo que quería decir. Ni sé lo que quería decir. Así que, en lugar de ponerme a envainar y revisar, voy a tirar para adelante, aunque me caiga de cabeza a la calle Etxatxu. Vamos. 
Ayer hubo rock en Rontegi y el cartel prometía. En versión resumida, abrieron Colajets y cerraron Varapalo, se quedaron en el medio Tiparrakers y Deskuadre. Con Colajets la gente escaseaba y daban ganas de contar cabezas. Con Tiparrakers se hizo un núcleo duro en el centro y abultaba más la audiencia. Con Deskuadre se desperdigaron y volvieron a aparecer calvas sobre el embaldosado. Llegados Varapalo, tampoco estaba yo así que no sé qué decir. Creo, eso sí, que eso es lo que quería decir antes: un tanto decepcionado por la asistencia, la verdad. Esperaba más gente y más rugiente, si es que ese adjetivo existe. Recordaba los tiempos en que cualquier acontecimiento no superaba la expectación que creaban las bandas locales en los escenarios de barrio, ya fuera la plaza de la casa del electricista, la que está junto a la iglesia de Santa Teresa, la explanada de Zuazo, la colina de Llano, el aparcamiento de Cruces o el patio de mi casa que es particular, daba igual, gente a mansalva como si aquello fuera un festival patrocinado por una entidad bancaria, y me daba un poco de lástima ver cómo los tiempos cambian, los adolescentes parecen todos jugadores del cadete de un equipo de fútbol de primera y faltaba gente a quien esperaba y a muchos que me hubiera gustado ver aunque no los hubiera conocido. Aún así, asistieron muchos habituales del apoyo a las bandas locales y a las internacionales y a las chirigotas y a la jota y hasta el muzak, a cualquier cosa que suene a ritmo y melodía. Por eso espero que las fiestas se repitan, este mini festival perdure y, sin tener nada en contra de ellas, no lo fagocite una verbena con sus pasodobles y sus coplas que también tienen su aquel pero sitio para todos debe haber en un barrio con tanta cuesta pero tan dispuesto a celebrarlo. 
Vayamos a lo que peor se me da, aunque sea de lo que va este blog: hablar de música. Ya he dicho antes, aunque sea de pasada, que aguanté hasta Deskuadre y no aguardé a Varapalo. Por ello, pido perdón porque está feo ver a tres de cuatro y no justificarse por faltar al último. Razones de peso (físico y mental) me obligaron a abandonar con antelación. A Varapalo ya los hemos visto en lugares reducidos y en escenarios más grandes que el de ayer en la Plaza del Ojo, y creo que fue adecuado que ellos pusieran la guinda al festival. También habíamos visto antes a Colajets, creo que cuando cerraron aquel histórico reducto de la música en bruto que aún echamos de menos y donde ahora se pintan uñas, el Bar Victoria. Desde entonces, yo creo que les he visto ganar poso y peso y pulso. Se les ve un crecimiento más lento que a otros, pero firme. La base rítmica, a veces, se hunde ante el peso de mucho punteo bien hecho pero demasiado monopolizador (vaya birria de adjetivo, lo sé). Tienen mordiente, talante para azuzar al público y canciones de mucho estribillo sin texto. Cerraron con versión escandinava y quedaron a gusto, porque luego se les vio acompañar al resto de los grupos (lo que se agradece, que los músicos escuchen a los músicos) mientras reían y disfrutaban, lo que augura que hay grupo y que si se empeñan y siguen creciendo, Colajets recogerá el fruto (de verdad, qué puta estupidez de frase porque no sabes cómo cerrar el párrafo, la ostia). 
Detrás de Colajets llegó el momento álgido para uno que tenía ya las ganas de ver a Tiparrakers abultadas en la entrepierna y todo. Tanto había oído hablar de ellos que se acumulaban y engangrenaban las ganas de verlos. Y por fin llegó el momento. Batería dando su perfil bueno, un bajista al que apenas se escuchaba, cantante con pitillos y gestos propios de Joey (no Tribbiani) y un guitarrista que acabó por acaparar mi atención. Uno de los cuatro me contó luego ciertos secretos íntimos que invitan a pensar que los Tipa pueden sonar aún mejor la próxima, pero, aún y así, sonaron contundentes, rápidos, sin medias tintas, ni edulcorantes ni potenciadores del sabor, como debe sonar y saber el punk de yugular. Tienen frontman que convence ya sea de Cadiz y hermano o no (chiste que sirve de homenaje a la facción vocal femenina de 2lería que andaba por allí con su sempiterna sonrisa) y una base rítmica (ya he usado dos veces esta expresión, lo sé) que podría ser usada como aglomerante para hacer hormigón. Y como he dicho, me raptó un guitarrista escueto que sabe usar la pedalera como si fuera la chistera de un mago, pasando de rítmica a principal, de la distorsión a las punzadas como si en lugar de milímetros su púa tuviera una brújula mágica. Una máquina el tío igual que los otros tres, mención especial para ese batería que pedía más bajo y habría que haberle dado más alto, porque en una faceta más sosegada, sigue siendo de fiar. 
Y, por último, salieron Deskuadre que son un desmadre controlado. Una voz áspera que convence porque te mantiene en vilo, guitarras inquietas (una de ellas, venida desde el lejano país de Arbian para la ocasión), un bajista que sonaba muy alto y batería de los que suenan a vías de tren que llevan a lugares recónditos donde sí quieres estar. Dedicatoria debida a Juan Carlos Lera, porque, a veces, precisamente, recordaron a Parabellum pero con un deje más rockero. No hacen nada nuevo Deskuadre pero lo que hacen lo hacen con acierto y sin dejar de sonar espontáneos y persuasivos. 
Así lo vi yo, que cada vez veo menos aunque lleve puestas las gafas, que sí, son de pasta, así que llámame hipster o lo que quieras, que luego voy a casa corriendo y vomito. Pero hoy sigo con el ritmo y disfrutando de las fiestas de barrio que tienen mucho de bueno y... algo de malo, digo yo. No sé cómo será vivir en la Moraleja, pero, ya que está de moda, te digo que puestos a elegir, me quedo con Alcobendas aunque tenga que compartir piso con Tarzán y su puta madre. 
Cierro con el estribillo: vivan las fiestas de barrio, las bandas locales y, también, por qué no, los que escriben sobre ello sin saber muy bien cómo hacerlo. Ale, a mover la salsa de la merluza y a jugar a la rana. Me voy de pasacalles.

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