Pace Mineon



Lo del título es un chiste malo de cojones, que, además, solo pillarán los freakies del baloncesto a quienes, además, les guste la música punk, que es ya la perdición.
Pace Mannion fue un alero de Salt Lake City, Utah, con carrera en Italia en los años noventa, y Satan's Mineons es la banda de Nottingham, digo yo, a razón de los notxinganflores que he oído entre el público, que he visto esta noche en directo. De ahí el título de esta entrada. De ahí mi fama.
Los Satan's Mineons no estaban en el cartel al principio, pero entraron por sorpresa para substituir a Las Sexpeares, y... ¡sorpresa, sorpresa!, además de un programa horroroso de la televisión folclórica, ése es el estado mental en el que nos han dejado: sorprendidos.
¿Cómo definirlos?
He ahí el quid de la cuestión.
Dijo Cicerón, llevándose la mano a la barbilla:
E ai el kwid de la question.
Los Satan's Mineons, si me dejas que aproveche que estoy escribiendo esto a las 0:45 de la noche con algo de resaca y mañana he quedado a las 7:45 para cumplir con seriedad, son como cuando viajas a París de viaje de estudios y decides levantarte una mañana antes de que lo hagan tus colegas para salir del hotel a darte una vuelta y echarte un fiti. Y estás deambulando por la Rue del Percebe y acabas en una plazuelita (de callos) de esas tan molonas en Montmartre o como quiera que se escriba, con adoquines y flores de colores en los balcones y te fijas en una de esas cafeterías con terraza de sillas de forja donde se sienta un apuesto veinteañero parisino con cara de haber echado doscientos polvos más que tú pero que además ha tenido tiempo de leer a Marcel Proust y hasta de colegir las bondades del alcohol etílico por vena. Y te fijas en que está allí sentado leyéndose un libro y comiéndose un cruasán con aire de que es un lunes como cualquier otro pero como posando, al mismo tiempo, para un anuncio de Jarolina Jerrera.
Y tú querrías ser como él pero sin parecer un majadero imbécil. 
Bueno, pues los Satan's Mineons son así, pero como si el tío en lugar de ser parisino fuera un tricky tree sin estudios ni falta que le hacen, de gaupasa, con guasa, y que está leyendo el Ulysses de Joyce, porque lo entiende, encima, mientras se desayuna una tortilla de patata deconstruida por Ferrá(n) Adriá(n).
¿Tiene sentido?
Pues lo dicho.
Dijo Esquilo, echándose una chaquetilla de punto por encima de los hombros. 
Pué, ea, lodixo. 
¿Cómo puede un grupo empezar una canción que parece que va a hacer una versión de Kasabian o de The Kooks, si me apuras, y terminar con tal arrebato de ritmo deathmetálico habiéndose dejado por el camino cientos de posibilidades armónicas, riffs blueseros, guiños a Johnny Cash, Q And Not U, The Pretenders, Pearl Jam o Muse? ¿Cómo puede una canción tener tantos atajos laberínticos, desplegarse tantas veces, transformarse, derrumbarse y volverse a levantar sin terminar nunca, que parece que no va a llegar nunca la coda, una coda que parece más un brugal-coda que otra cosa?
Los Satan's Mineons son un bajista, un guitarrista, una chica que canta con un micrófono de jazz, un batería y punto. No hay muchos más conceptos con los que categorizarlos. El bajista retumba, el guitarrista desvaría, la chica declama al cielo y el batería consigue que su instrumento se parezca a la acepción que toma el término cuando estamos en guerra. Había veces que le veías aporrear los platos como si estuviera intentando leer el mapa de la batalla. No intentes buscarles definición, ni categoría, ni influencias. Al menos, ésa es la impresión que me ha quedado a mí. Y a Esquilo y a Cicerón.
Eso sí.
Por muy caótica e indefinible que fuera, la sensación ha sido buena. Quizás sean la música del futuro: la del pasado, pero con un presente incómodo. Lo metes todo en la Túrmix y le das al on. No lo sé. Lo que sé es que esa incómoda sensación de desasosiego que te creaba el sentir cómo cada desarrollo armónico o melódico terminaba en un callejón sin salida donde estaban, o bien celebrando una bacanal, o bien evitando un crimen, era más agradable que desagrable. Más excitante que fatigoso.
Una auténtica experiencia.
Una más. 
Un domingo más en Montmartre, o como quiera que se escriba. 
Tarde apacible, unos veinte-treinta espectadores, techo despejado con ligeras rachas de aire fresco provinientes de los ventiladores del norte. 
Y, como siempre, todo gracias al Tubo Rock Music Club, o como quieras llamarlo.
Y ahora me piro al sobre que son la 1:07 y lo que no ha cambiado para nada es la hora en la que os dije que tengo que levantarme.

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