La concha de aislamiento



Volvía a casa y me paré en un semáforo en rojo. No tenía ni ganas de elegir la música, así que miré hacia la parada de autobús, para, simplemente, ver a la gente y el movimiento que desprendemos cuando vivimos y que se aprecia mejor estando quieto en el interior de un vehículo con tracción mecánica. Pero nadie se movía. Una persona estaba sentada en la marquesina, otra apoyada en el costado, y cinco estudiantes hacían una cola extraordinariamente perpendicular a la acera. Uncidos con sus mochilas, la cerviz se les doblaba, aunque no era la carga el motivo, si no que estaban fruncidos con sus dispositivos móviles. Todos. Los cinco estudiantes que tecleaban con fruicción, la chica cansada que reposaba en la bancada y la que lo hacía apoyada contra el metacrilato. Alguno sonreía. Los demás miraban la pantalla como lo hacía al infinito el hijo de Nigel en Children of Men (2006): hechizados por la profundidad del abismo pixelado.

Cuando ya se ponía en verde el semáforo, tuve un conato de ataque pseudofilosófico de caracter apocalíptico y muy propio de mi generación, y empezaba a recopilar todas esas frases y lamentos que acumulamos en nuestro cerebro para recuperarlos automáticamente cuando no tenemos cosa mejor que hacer que llenar nuestros huecos vitales con supuestas reflexiones adultas y reposadas: "vaya juventud", "qué va a ser de nosotros", "tanta tecnología", "se acabaron las relaciones sociales"... Más, había más, algunas chulas, de las que podrían rotular debajo de mi careto en primer plano mientras participo en un debate de La Sexta. Pero, si nuestra mente funciona rápido cuando se la entrena para activar este tipo de estimulos socorridos, más rápida anda cuando se trata de atizar con el subconsciente y destrozar nuestros mecanismos de inercia: no había llegado al siguiente semáforo, cuando ya estaba alarmado al darme cuenta de que yo soy igual o parecido. Soy más tóxico aún, porque el recuerdo que me obligó a renunciar a la crítica fue precisamente verme a mí mismo en blanco y negro cuando no suelto el móvil ni levanto la mirada de su pantalla si salgo a la calle para echarme un cigarrillo y un café de máquina (ámbito laboral) o cuando dejo a la cuadrilla dentro para salir fuera del bar a hacer lo mismo pero cambiando el café por algún tipo de líquido espiritoso (ámbito personal). 

Lo bueno fue que al recordar esto, me acordé precisamente de algo que solo podía haber leído por no saber qué hacer mientras me tomo mis cinco minutillos para café y pitillo y, ya que no me inspira ver las copas de los árboles o escuchar el trino de los gorriones, enredo en el móvil. Ese mismo día, en una de esas pausas, me había encontrado con hete aquí lo qué: un artículo del Tentaciones de El País que hablaba de que cuesta 2.499 euros comprarse la entrada VIP más VIP para ver a Metallica en cualquiera de sus conciertos en Madrid o Barcelona. Hola, ¿pero qué me cuentas? Sí, pero, de verdad, me la sopla lo que cueste ver a Metallica, a la Barbra Streisand o a Joaquín Sabina; lo que de verdad me interesó, teniendo en cuenta que me quedaban varias rotondas y semáforos y pasos de cebra y zonas de cincuenta con radares municipales antes de llegar a la autopista y después como unos 70 kilómetros de vía hasta llegar a otra radial en otra ciudad; lo que de verdad me interesó, teniendo en cuenta que sospechaba que la música no iba a funcionar esta vez para que el viaje se me hiciera apaciguado; teniendo en cuenta que pasaba de escuchar la radio; teniendo en cuenta que tengo que terminar esta frase, lo que de verdad me interesó es que encontré un hilo que me ayudaría a exhumar recuerdos y así conducir con la vista puesta fija en la carretera pero la mente incesante ocupada en sus evocaciones y fantasías. No sé si os parecerá más chorra mi lenguaje rimbombante o el contenido que esconde, pero vayamos ya a ello y hablemos de lo que recordé y elaboré durante mi comuting que diría un foodie que trabaja en los outskirts

Cómo ir de Metallica a Gigatrón pasando por Taburete y Coldplay en una sola hora de viaje extasiado y rutinario.

El 18 de Septiembre de 1996 yo estuve en el Velódromo de Donostia-San Sebastián viendo en directo a Metallica y Corrosion of Conformity. Tenía 20 años, estaba estudiando, seguía pidiendo prórrogas para el servicio militar, me estaba sacando el carné de conducir, y no tenía novia ni nada que se le pareciese porque era alérgico al ligoteo y seguía siendo uno de esos románticos que se encerraban en su concha de aislamiento para soñar que algún día alguien vendría para descubrir que debajo de aquellas turgentes lorzas se escondía un caudal irresistible de atractivo intelectual. Bien, sigamos. Dos amigos a los que no pondré ni iniciales ni nombres ficticios, pero que sabían hacer cuernos con los dedos y fingertapping sobre el mástil, me embaucaron (lo voy a decir así para intentar paliar un poco todo el autoinflingimiento) para asistir al concierto de aquella gira "Poor Touring Me" que incluía el ya famoso accidente planeado y la destrucción de un escenario que, aún a día de hoy, no soy capaz de visualizarlo y entender su estructura. 

Unos días antes del concierto, estábamos de cháchara chévere, cuando apareció otro de mis amigos "heavirrones", este de verdad (los otros también, no quiere yo ahora... ya tú sabes), con greñas, camiseta de los Maiden, cazadora de cuero, pantalones de chandal y j'haybers, a la sazón, batería de un grupo de caña del pueblo. Cuando nos despedíamos, después de haberle contado lo del concierto, gritó al vuelo: "¿Y tú también vas a ir, pero qué pintas tú allí?", dirigiéndose, como no podía ser de otra forma, a mi persona, que de natural es ceñifruncida, pero aquel día estaba de buen humor, con lo que le contesté de lejos, "¡A mí me gusta mucho el heavy!", mientras empezaba a cantarle, en medio de aquella calle peatonal, el "Fear of the Dark" de los Iron Maiden, imitando como podía a Bruce Dickinson, tanto en lo gesticular como en lo lírico. No fue suficiente, por supuesto, porque tanto él como mis amigos, sabían que solo conocía esa y me pidió más. "Me sé otra", le grité al recibir inspiración repentina, y comencé a gritar aquello de "Son Ruptura gente de valor, son Ruptura sin ninguna condición...", canción iniciática que cantaba su propia banda y que desató las risas de mis compañeros que no la suya. Todo este párrafo sobra en la misma medida que sobra el resto, pero más, porque solo lo entenderán cuatro o cinco que hayan tenido a bien nacer en el mismo sitio, al mismo tiempo que yo y con los mismos vicios compartidos.

Los recuerdos que tengo de aquel concierto de Metallica son escasos y borrososos. Levemente alcanzo a recorda el "Nothing Else Matters" y el "For Whom the Bells Toll" casi cerca del final del concierto, y el "Master of Puppets" en el primer o el segundo bis. Recuerdo el estruendo de la puesta en escena, ya hemos hablado de ello, el gentío, las ardides para meter priba, y que me compré una camiseta horrorosa con sus cuatro caretos que sobrevivió hasta épocas insospechadas, viendo desde el fondo de un cajón de mi casa como abandonaba a Metallica, pagaba por otros conciertos, salía de la concha de aislamiento etecé etecé. Aún y así, no la abandoné. La metí en otro cajón cuando me mudé y, al final, la saqué una mañana de esas que forman parte ensencial de una película romántica, para ponérmela de nuevo y lijar las paredes de la casa que acababa de comprarme con mi pareja. Ahora, permitidme que os lo diga, como si fuera una metáfora precisa y preciosa sobre la evolución, la camiseta sigue en casa, pero echa jirones y convertida en trapos para hacer la limpieza semanal. Casi nada.
No recuerdo qué nos costó aquel concierto, pero en zona VIP no estábamos. Fuimos en un autobús que salía de la plaza Zabalburu, y recuerdo que estuvimos allí horas antes para hacer precalentamiento en un patio interior de donde salimos corriendo cuando hubo algo así como un robo o un intento de. El autobusero se rindió pronto a la evidencia y dejó beber, fumar y yo qué sé qué más. También se resignó a que nadie le iba a cantar aquello de "el señor conductor no se...". Puso una colección de videoreportajes sobre música heavy que yo iba siguiendo con atención por dos razones básicas: una, para aguantarme las ganas de mear; otra, porque uno de mis amigos me había chinchado al decirme, "tío, tú que estudias inglés, qué ostias está diciendo". Ya llegábamos al peaje de Zarautz cuando me di cuenta de que no estaban hablando en inglés si no en alemán. 

De regreso, al bajar ya de vuelta al pueblo, me olvidé el arrantzale (jersey de lana con cremallera, para los que seais de Cuenca) en el autobús. Porque sí, yo iba así, con mi uniforme habitual de fin de semana por aquella época: vaqueros de pata ancha, docmartens, mi camiseta con la portada del Munstro Hilak de Su Ta Gar (o del Pretty Vacant de los Sex Pistols, dependiendo de la ocasión) serigrafiada en la pechera y el arrantzale negro. El lunes ya me di cuenta de que aquel concierto no había cambiado mi vida y volví a la rutina y a mis clases de conducir. Llevé puesta mi nueva camiseta de Metallica, por si acaso. Quería que la profesora se fijara en ella, que me preguntara qué tal el concierto. Estaba buena la tía y yo tenía 20 años y una simple concha de aislamiento. Pero no me dijo nada. Decepción y confirmación absoluta.

No volví a escuchar a Metallica hasta que años más tarde, aún estudiando, con la prestación social sustitutoria ya hecha, con carné pero sin coche, rompí la concha de aislamiento y una novia, ¡sí, una novia!, me regaló el Reload. Íbamos por el antiguo callejón de Gelsa cuando me lo dió, y al abrir el papel de regalo se me cayó al suelo y rompí la caja del cedé. Gestos casuales pero divinos. Por casa está, creo.

Tiene coña, y permitidme esta coda, que la única otra ocasión en la que he estado en el Velódromo de Anoeta fue para ver en concierto a Coldplay. 2005, un día lluvioso, si mal no recuerdo, con Goldfrapp de teloneros, aunque apenas llegamos a verlos. Recuerdo "Yellow", por supuesto, y el "God Put a Smile upon Your Face" que he de reconocer que alimentó muchas noches de esa nostalgia existencialista y ridícula que caracteriza a los dramáticos de corazón, como yo nunca he sido pero siempre me empeñé en ser. Cambiamos aquel apocalipsis de atrezzo que se montó Metallica por unos enormes balones de color amarillo que buscaban hermanar al público. También recuerdo que Chris Martin se marcó un solo al piano, que tocaron el "Ring of Fire" y que alguien dijo que Gwyneth Paltrow andaba por allí. No sé cuánto costó, pero no estábamos en zona VIP.

Los que sí que puede que estuvieran en zona VIP, en ese concierto, en el del regreso de Hombres G, o hasta puede que en alguno de Metallica, son los padres de los chavales cuyas fotos me arreglaron otro café y cigarro de esa mañana de trabajo. Y es que pinché en otro enlace del Tentaciones, con un titular que hacía honor al nombre de la publicación, y me puse a mirar el reportaje con el que intentaban explicar visualmente cómo es la gente que asiste a los conciertos del que dicen es el nuevo grupo de moda en la música pop española, Taburete, a los que conocía de nombre (más bien, de apellido), como todos, y lo poco más que averigüé no tenía que ver con su música, pero sí con su campaña de promoción, porque se explicó bastante bien en un artículo de Fernando Navarro que me leí de cabo a rabo (esta última expresión está de más pero es que rima). Volviendo al sentido común, en el reportaje fotográfico, se veía a una colección de adolescentes (algunos ya no tanto), bien nutridos y de saludable tez, ninguno calvo, pocos orondos, donde se hacía más hincapie en su estética que en otra cosa: las medias melenas al estilo Juventudes, el jersey al cuello (¿de verdad?, ¿esto no cambia?), náuticos, zapatos Pompeii, jerseys de punto Gant, camisas Ralph Lauren...

No pude evitar recordarme a mí mismo a su edad, con mis docmartens, mi camiseta de Fruit of the Loom customizada en Salehi, los vaqueros baratos y mi perdido arrantzale. Me compré otro, que conste, dos, al precio de uno. Y te creas o no, el gris lo volví a perder. Al volver de otro concierto; me lo dejé en un bar. Bilbao, 1999, y veníamos de ver en directo a Gigatrón en la sala Bilborock. Charly Glamour me había dejado epatado.

23 añitos tenía y 17 años después, cuando vuelvo de trabajar, después de una hora de conducir recordando conciertos de los que no es que me arrepienta pero no me reconozco, entro a tomarme un zurito antes de subir a casa en una tasca del barrio, y no hay nadie en el bar más que el camarero que me saludo con un "ey", me pone lo que le pido y se vuelve al Marca. Y desde la puerta, yo fumo, bebo. No quiero sacar el móvil porque, al final, me puse moñas y me acordé de él y le echo mucho de menos, en el fondo, y quiero volverme a parecer, un poco, solo un poco, en la inocencia, al menos, a aquel adolescente del arrantzale perdido que no tenía móvil y escribía cuentos que nunca terminaba en cuadernos milimetrados. Y por no sacar el móvil, miro hacia el televisor al fondo del bar y aunque apenas oigo lo voz, sí que distingo a una histriónica Eva González presentando El Gran Reto Musical y diciendo algo así como "Es una banda un poco rarota" antes de que se abra el telón y aparezcan los Gigatrón. Me da un vuelco el corazón. Esto más que un guiño tiene que ser una broma pesada. Vuelvo a entrar al bar y mientras pago le pregunto al camarero: "¿Eso qué es?", apuntando con la barbilla al televisor. Me mira extrañado y algo aburrido. De espaldas, enredando en la caja registradora, le oigo contestarme: "Es repetido. ¿Un programa nuevo, no?"

Muy nuevo, pienso. Tan nuevo como la nueva tecnología, los hypes, las entradas VIPs y los reportajes fotográficos. Todo muy nuevo. Tan nuevo como los niños acomplejados que van buscando su determinación en la música y un día, en un semáforo en rojo, se vuelven a mirar para atrás y se dan cuenta que, tras tanto tiempo, ha merecido la pena. Todo. Lo bueno, lo malo, lo viejo y lo nuevo. Los conciertos y el resto. Todo. Ha merecido la pena: ya no echo de menos mi concha de aislamiento. 

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