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Sabía que la sala Jimmy Jazz era la antigua sala Azkena. La primera y última vez que estuve allí, aún se llamaba así. Lo hablé con un chaval con el que coincidí en los baños antes de que empezara el concierto: no venía desde que Wilco tocó allí hace la ostia de años (a mí me parece que han pasado “la ostia de años”). Fue un fin de semana especial. Yo volvía de mi experiencia como emigrante y estábamos enamorados. The Sunday Drivers suspendió su concierto por enfermedad y los de Jeff Tweedy alargaron su actuación para compensar. Ella se pegaba mucho a mí y yo aún más. La música ayudó a que aquellos dos días fueran inolvidables. Selló nuestra relación para siempre: desde entonces, las canciones y la música en directo siempre nos han acompañado.

El lunes pasado volvía a la sala y lo hacía acompañado de tres extremeños y un mallorquín. Íbamos por Gasteiz con el google maps en la mano y diciendo chorradas en cada esquina, pero llegamos a tiempo. Tiempo de sobra. La sala a oscuras, con esos telones negros que la hacen aún más inhóspita: parece un multicines abandonado y okupado. Después de pedir la primera de una ronda que acabaría con nuestro bote al multiplicarse los botellines de cerveza, subí las escaleras para ir a aliviarme y por el camino un chaval me preguntó, más o menos, que cómo habíamos acabado allí. Hasta yo me sorprendía, la verdad.

Isi fue el culpable, que vino hasta con las entradas compradas por internet. Yo no había oído hablar jamás de Christopher Paul Stelling. De no ser por ellos, los extremeños (llamémoslos así), por el curro y por lo que a veces trae de bueno trabajar, no creo que hubiera acabado conociéndole, viéndole en directo. O quizás sí, quién sabe.

Ha pasado ya una semana larga. El concierto fue en Vitoria-Gasteiz. Yo vivo a setenta kilómetros de allí. En estos siete días, he estado en oficinas, hospitales, paradas de metro, peajes, garajes, supermercados y algún que otro bar. Ahora estoy en Oporto, Portugal. Y, sin embargo, puedo trasladarme de vuelta a aquel día como si las fronteras, espacio-temporales incluso, no tuvieran sentido si lo traducimos en música y memoria. Puedo cerrar los ojos y escuchar la voz de Stelling. La banda llevaba dos meses viajando, venía de algún otro sitio, se iban a París, Stelling vive en Nueva York. Nosotros veníamos del secarral, del Mediterráneo, de la margen izquierda del Nervión, pero nos quedamos cosidos a un espacio sin geografía que se llama música, y que, como dice Daniel Levitin, se distingue de toda otra actividad humana por su antigüedad y ubiquidad.

Unas cuarenta personas nos quedamos dentro, en aquel momento y lugar precisos, ordenados en dos hileras, de pie; nuestro grupo se pegó a la barra, escorado. No se nos distinguía en la oscuridad. Sobre el escenario, Christopher Paul Stelling apareció con banda: un chico con barba al violín; otro tocado con sombrero al contrabajo; la chica, a su costado, aportaba voces y percusión. Se fueron para dejarlo solo y volvieron. Tuvieron sus momentos de gloria, sobre todo, el violinista; y, en líneas generales, contribuyeron a un concierto de factura impoluta, equilibrado y sólido, sin más aspavientos que los arpegios del guitarrista.

Y es que Stelling usa hasta el meñique. Deja los dedos puestos sobre las cuerdas de su baqueteada guitarra clásica, y el lenguaje se convierte en un movimiento de equilibrista que prestidigita notas.  Y las implanta en el suelo haciendo percusión con los tacones. Arpegios y fingerpicking, sí. Pero también sabe hacer canciones de acordes sencillos, donde gana prestancia su voz, profunda y con mucha personalidad. Vuela y ocupa todos los espacios vacíos. Se gana los huecos. Entra hasta dentro, por las venas. Se puso sobre el borde del escenario y le cantó al acantilado, a pelo, poniéndonoslos de punta. No sorprende que, una semana después, en Portugal o en la Vera, te digan que todo aquel eco aún reverbera.

Si quieres que me ponga profesional y te explique las cosas al uso, tengo que ponerme en evidencia. Y lo haré. Se ve un aire irlandés: más que a pub, a emigrantes de resaca en un barco que cruza el Atlántico buscando promesas. La voz, sí, como he leído por ahí, recuerda a Damien Rice. A veces, solo a veces. Tiene un eco oblicuo, profundo, como si el Marlon Brando de El Padrino cantara folk irlandés en la boda de su hija. Quizás solo por la guitarra herida, pero recuerda al Glen Hansard sin Marketa Irglova, el que tocaba en una calle vacía y te obliga a rebobinar todo el rato. Por recordar, también te recuerda a cosas más comerciales. Lo comentamos allí: consigue el nivel de emoción que buscan los Mumford & Sons pero sin necesidad de forzarlo, con autenticidad y naturalidad, con menos trucos y adulaciones. Stelling tocó su último disco, que después he escuchado con atención, Itinerant Arias, pero también recuperó alguna del anterior, Labor Against Waste, que también he escuchado con atención después. Cantó cada línea como si cada una contuviera un poema único e instantáneo, a medio camino entre la narrativa y la confesión. Lo hizo al estilo más purista: con confianza absoluta en los atributos mínimos pero fundamentales. 

Reconocí, sobre todo, “Scarecrow”, del disco de 2015, con su estribillo a modo de diálogo y ruego, repujado por esa pujanza primitiva, libre de artilugios: la sencillez que recupera la simpleza de las emociones. Si no me confundo, fue esta la canción que dedicó a los refugiados. Y si no fue esta, bien podía haberlo sido. Lo digo por el estribillo, “so breath, breath it out, lay your burdens down to rest / breath, through the doubts / never let them get the best, the best of you”, que traducido, y sin traducir, hace referencia a la necesidad de persistir a pesar. A pesar de lo que sea: políticas, guerras, aduanas, nuestras propias miserias. Al fin y al cabo, él es un poco como un refugiado, refugiado en la música: un trovador itinerante, que lleva años moviéndose a escondidas en un mundo cosmopolita y universal, de fronteras transitables a pesar. A pesar de quien sea, porque, como se está convirtiendo en tradición desde su llegada a la Casa Blanca, también hubo recordatorio para Donald Trump, y con el habitual tono de vergüenza y disculpa.


Y también hubo bienvenida, sobria pero agradecida, y despedida, agradecida pero sobria. Y firmas en la mesa del merchan. Y glosas particulares e íntimas que compartimos después, entre cervezas, vascos, extremeños y baleares, tratando de asimilar una experiencia que no habría sido tan trascendental si no la hubiéramos compartido. Compartir dicen que es amar, y lo será, igual que, de alguna manera, es el secreto de la música en directo. Aquella otra vez, fuimos ella y yo. Y Wilco. En esta ocasión, fuimos ellos y yo. Y Stelling. La música ayudará a que ese lunes sea inolvidable. Sellará nuestra amistad para siempre: desde entonces, las canciones y la música en directo siempre nos acompañarán.

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