La próxima



Amigo, lo sé, en la anterior entrada he dicho que iba a robar cinco minutos y han sido diez. Pero es que, además, para más deshonra, la entrada se ha publicado en diferido, porque, en realidad, la escribí ayer, mientras en lugar de comer, miraba el tupper junto a la mesa y aprovechaba el descanso para escribir. Ahora estoy aquí, en una cafetería junto al tráfico de la ciudad, mirando el reloj de reojo porque en veinte minutos hay que volver a la realidad, y me he dado cuenta de que no hice la crónica del concierto de The Vanjas y The Fuzillis al que sí que fui, y acompañado. 

Vamos a ello aunque tengamos que hacerlo rápido y apretado, pero con tiempo y reposo, tampoco íbamos a hacerlo mejor:
Los dos nos lo merecíamos y lo disfrutamos. 
Todo: el resolillo de fuera, la conversación con Iñigo Kani, las cervezas, la música en directo, los pintxos del Satélite T y el viaje de vuelta sintiéndonos a gusto porque después de tanto disgusto cuando vemos anuncios de conciertos y en silencio nos tragamos nuestra pena por no asistir sienta bien volver en metro con el eco de lo que acabas de escuchar. 
Nos lo merecíamos y con eso ya basta para tachar a un concierto de genuinamente bueno. Porque toda apreciación es subjetiva, y si quieres más objetividad, mejor buscas en los lugares donde la aparentan o incluso son capaces de conseguirla. Aquí, no. Aquí todo va a resultar, probablemente, abultado y exagerado pero solo tiene una única justificación: que las cosas que ocurren poseen un valor o carecen de él, dependiendo de quién los vive, cómo los vive, dónde los vivie y cuándo los vive. Vivir conciertos en directo para nosotros, en el Satélite T, y cuando la vida nos ha cambiado para bien porque renunciar a cosas es maravilloso por las razones por las que renunciamos, es siempre bueno aunque el concierto, si me apuras, sea simplemente una demostración comercial de batidoras miniprimers.  
En el Satélite T ocurren cosas portentosas y no me refiero tanto a la calidad de lo que pasa en el escenario, a la interactuación del público, a los instrumentos ópticos de Txarly Romero o al deleite gastronómico. Me refiero a detalles como, por ejemplo, ir a pedir una cerveza y que un camarero al que no conoces de nada, te pregunte afablemente qué te ha parecido el concierto y, a continuación, sin asomo de pretensión, te explique qué le ha parecido a él y argumente por qué le gustan más The Vanjas que The Fuzillis. Como me dijo después Bea de The Ribbons, ser camarero no significa que no tengas ni puta idea de música, es cierto, pero es que tampoco es común que por servir copas en un bar de rock & roll, entiendas de qué va el tema. A mí no me sorprendió tanto como me resultó agradable: no hay nada como mantener el concepto de tabernero y tener relación hostelero-cliente. Por eso me gusta mi barrio, aunque principalmente las conversaciones sean sobre fútbol y el tiempo de cocción del marisco. 
Además de hablar con los camareros, flipamos con el directo de The Vanjas. Lo reconozco, verles salir tan hieráticos y elegantes, me hizo dar un paso hacia detrás. El histrionismo facial de la cantante, y sus gestos elásticos y estereotipados, me ayudaron a volver a darlo hacia delante. Le dije a ella al oído, como escriba sobre ellos, la voy a comparar con Sylvia Plath, y es que, aunque suene pretencioso y ridículo, de alguna manera, me pareció que su manera de cantar era tan reveladora y catártica como la poesía de una escritora que acabó por meter la cabeza dentro del horno. Y que conste que, en su momento, le susurré al oído Emily Dickinson cuando quería decir Sylvia Plath. Nunca había oído a The Vanjas y ahora los escucho prácticamente todos los días: la música es contraste, y debajo de esa capa esquiva y distinguida, la banda ofreció un repertorio de canciones efectivas, sugerentes y aguerridas. Buena base rítmica, una guitarra con los solos justos y una voz que pasa del soul al garaje, sin perder por el camino el valor de una actitud impetuosa que recuerda más al punk que al R&B. No sé lo que he dicho pero lo que quiero decir es que The Vanjas son recomendables cuando tienes un día jodido y quieres que te recuerden que merece la pena darle una patada en la entrepierna a tu pesimismo. 
Tras el entreacto gastronómico, se subieron al escenario los Fuzillis, de los que no diré lo que todos ya saben, pero que hicieron precisamente eso, lo que todos ya esperaban: virtuosismo en las guitarras, mucho saxofón del excitante, guateque y homenaje a lo enardecedor y revitalizante que ha tenido esto del rock and roll desde que Elvis Presley se puso a tocar una guitarra. Instrumentales salvajes, ascensiones a la barra, público tomando el escenario, los punteos del jovencísimo Dan Martin Jr y su perfecto tupé que, de alguna manera, ilustra la naturaleza de su música que invita, como ocurrió por allí, a bailar y hacer la digestión de las alubias y la costilla que se vendió en el intermedio. No estuvo mal, aunque The Vanjas ya nos hubieran obligado a hacer comparaciones y clasificaciones inútiles. 

Una entrada desde una perspectiva íntima y relativa, como siempre, para acentuar que la música, pase lo que pase, sea como sea, la haga quien la haga, siempre puede ayudarte a aliviar los pesares y refrescarte las ideas. ¿Pues no volvíamos en el metro pensando en la próxima? Pensar en la próxima es precisamente el secreto de una vida feliz, creo, pero no quiero ponerme excelente. 

Por cierto, la imagen que ilustra esta entrada la he encontrado en google images pero proviene, al parecer, según reza en el pie de la foto, de la web RockinBilbo, un nuevo proyecto en la red nacido en la ciudad al que no haríais mal en darle una oportunidad, visitarlo y darle a me gusta si es que os gusta para echarles un cable y empujarles a que sigan escribiendo sobre música.

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